Turismo ecológico, esperanza para comunidades brasileñas de Marajó

Nonato Lima vivió tradicionalmente de la pesca. No podía ser de otro modo en Pesqueiro, un pueblo de casas de madera con unos 300 habitantes de la isla de Marajó, en el noreste de Brasil, que está en la desembocadura del río Amazonas y a pocos minutos del mar.

“El me convenció de pasar al turismo”, dice señalando a su hijo Renán, mientras ambos conducen una lancha que se interna entre canales angostos. La embarcación va llena de visitantes que estiran los brazos y pueden tocar los manglares.

“La pesca se volvió peligrosa cuando empezaron a aparecer piratas armados para robarnos la carga en el alta mar. Además, el recurso pesquero también se ha ido agotando por la competencia de grandes barcos extranjeros”, cuenta Lima, de 57 años.

Él y su hijo se capacitaron sobre los secretos de la flora y fauna de la región y construyeron con sus propias manos la lancha de madera para 12 pasajeros que hoy recorre varias veces por día las decenas de ríos de esta zona, donde los manglares de un verde intenso son tan abundantes que parecen venirse encima de los turistas.
“Podemos decir que el turismo ecológico ha mejorado bastante nuestras vidas”, coinciden padre e hijo, en diálogo con IPS.

La isla de Marajó es enorme: tiene más de 40 000 kilómetros cuadrados –casi la superficie de Suiza- y está en la desembocadura en forma de delta del Amazonas, frente la ciudad de Belém, capital del estado de Pará. Las diferencias entre el color amarronado del río y el azul del mar le dan a sus playas anchas un carácter especial.

Marajó es un territorio mayormente rural y salvaje, donde los mayores centros urbanos –Soure y Salvaterra- no superan los 25 000 habitantes cada uno y donde en total viven unas 200 000 personas.

A este territorio insular no han llegado las grandes cadenas de hoteles y tampoco las pequeñas posadas de lujo que son fáciles de encontrar en muchas playas del noreste de Brasil al océano Atlántico.

Aquí, en cambio, se intenta desarrollar desde hace varios años el llamado turismo de base comunitaria, basado en la autogestión por parte de los pobladores locales de los recursos naturales y culturales, de manera que los beneficios sean distribuidos más equitativamente que con el turismo de grandes emprendimientos e inversiones.

Incluso se confía que el turismo de base comunitaria en la isla de Marajó sea una herramienta importante a fines de 2025, cuando Belém sea sede de la 30 Conferencia de las Partes (COP30) sobre cambio climático de las Naciones Unidas, que atraerá a miles de visitantes de todo el mundo.

“Esperamos recibir unas 70 000 personas y seguramente algunos se alojarán en casas de familia. Queremos que se conozca nuestra cultura y nuestro patrimonio, que tiene herencia indígena y europea. Somos caboclos”, dijo a IPS Ursula Vidal, secretaria de Cultura del gobierno de Pará, con la palabra que se usa aquí para referirse al mestizaje.

La funcionaria afirmó que el estado de Pará espera recibir financiamiento por el equivalente a más de 1000 millones de dólares, de parte del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil (BNDES), para construir las infraestructuras necesarias para acoger las negociaciones oficiales y los encuentros de la sociedad civil durante la COP30.

Vivir al ritmo de la marea

Raymunda Valle es una mujer nacida y criada en Céu (Cielo), una pequeña comunidad ribereña de Marajó en la que viven 92 familias en coloreados palafitos, porque están elevadas un metro del suelo sobre plataformas de madera, para esquivar las frecuentas inundaciones.

Igual que Pesqueiro, Céu pertenece a Soure, uno de los 12 municipios que tiene la extensa isla de Marajó, considerada la mayor del mundo entre las que están rodeadas tanto por agua fluvial como marina.

“Aquí todos vivimos conforme a la marea”, dice Valle a IPS.

“Cuando la marea baja salimos a caminar”, cuenta ella, que tiene seis hijos y ocho nietos, es agente de salud y en los últimos años se formó como guía de turismo.
Como tal, es la encargada de las cinco cabañas construidas por la comunidad en madera y cañas, con techo de chapa, para alojar turistas que quieran saber lo que es dormir debajo de las palmeras y cerca de los manglares.

Valle asegura que la comunidad de Céu ha asumido como una causa propia la protección del ambiente.

“La principal actividad aquí ha sido siempre la extracción artesanal de cangrejo de los manglares. Hasta hace unos años se extraían permanentemente, pero ahora hay un período de veda de unos cuatro meses al principio de cada año, en el que nadie los toca para permitir la reproducción”, cuenta.

Un hito en ese sentido fue la creación, en 2001, y por decreto del gobierno federal de Brasil, de la Reserva Marina Extractivista de Soure, un área protegida de 27 463 hectáreas con costas de río y mar, donde prevalecen los manglares, que albergan una rica diversidad de cangrejos y otros crustáceos.

Dentro de la Reserva están Pesqueiro, Céu y otras 10 pequeñas comunidades en las que viven en total unas 1500 personas.

En la reserva tampoco está permitida la cría del búfalo, un animal doméstico que se utiliza para obtener carne, cuero y leche que es en un recurso económico central para Marajó. Hay distintas versiones sobre su llegada a la isla hace más de 100 años, pero lo seguro es que se adaptó de gran manera a los terrenos pantanosos y a las frecuentes inundaciones.

El valor de los manglares

La playa de Barra Velha, a pocos kilómetros de Soure, es la que recibe más visitantes en Marajó. Allí tiene su restaurante, llamado Netuno, Carlinhos Nascimento, un hombre de 63 años que atiende junto a sus hijos y sus más de 20 nietos.

Nascimento asegura que la erosión ha hecho retroceder a la costa. “Hace unos cinco años con mi familia debimos mudar nuestra casa, porque el mar subió demasiado. Ha habido mucho deterioro ambiental. En alguna época aquí se cortaban los manglares para hacer carbón”, se lamenta a IPS.

Pero “ahora todos sabemos que hay que cuidarlos porque son los que nos protegen de la marea”, dice.

“Los manglares, además, son lo que más quieren ver los turistas. Y eso ya es motivo para cuidarlos”, agrega.

Más allá de los esfuerzos individuales, es el asociativismo lo que está permitiendo desarrollar el turismo ecológico en la isla. En la pequeña población de Joanes se formó una Asociación Educativa Rural y Artesanal, que hoy tiene su propio local donde venden manufacturas locales.

“Tenemos 58 asociados, 90 % mujeres. Somos fundamentalmente esposas de pescadoras que nos quedábamos solas en la casa y nos dimos cuenta de que podíamos hacer algo por nosotras mismas”, dijo a IPS Betty Souza, una de las integrantes de la Asociación.

Esta es una de los pequeños emprendimientos que recibe apoyo del Servicio Brasileño de Apoyo a las Micro y Pequeñas Empresas (Sebrae), institución del gobierno brasileño que está presente en los 27 estado del país.

“En Marajó existe un gran potencial turístico, debido a sus playas de mar y río y su naturaleza, y al mismo tiempo hay una población mayoritariamente pobre», dice a IPS Pericles Carvalho , coordinador de Turismo de Sebrae en el estado de Pará.

Por eso, añade, «entendemos que desarrollar el turismo de base comunitaria, con pequeños negocios y emprendimientos, puede ser una gran herramienta para sacar a las personas de la pobreza”.

A Marajó también le ha puesto el ojo el Instituto Brasileño de Turismo (Embratur), responsable nacional de la promoción internacional del turismo.

“Es un destino emergente que venimos trabajando. En Brasil hay muchas grandes cadenas de hoteles, pero Marajó es otra cosa: un lugar donde se puede hacer turismo de vivencias, que conecte con las experiencias de las personas y las comunidades”, afirmó a IPS Shirlei Rocha, supervisora del Departamento de Experiencias y Competitividad de Embratur.

“Es un turismo distinto, donde es posible ver la realidad del pueblo brasileño”, concluyó.

Fuente: https://ipsnoticias.net/


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