The Madrid Edition, nuevo hotel de lujo con dos restaurantes latinos de alto nivel

¡Quién le iba a decir a Pedro de Ribera (1681-1742) que el pórtico churrigueresco que concibió en 1733 para la fachada de la Capilla del Monte de Piedad madrileño terminaría convirtiéndose, casi tres siglos después, en la entrada del hotel de superlujo The Madrid Edition! Así está cambiando, a pasos agigantados, el centro histórico de la capital, a medida que algunos de sus edificios más icónicos se reconvierten en flagship-stores de marcas multinacionales y alojamientos turísticos de cinco estrellas.

The Madrid Edition es el penúltimo de los novísimos hoteles que están intentando devolver al barrio de Sol el lustre de otros tiempos. Situado en el antiguo emplazamiento del Monte de Piedad, creado a comienzos del siglo XVIII por padre Francisco Piquer, que fuera capellán del Convento de las Descalzas Reales, nada queda ya aquí –salvo el pórtico barroco– de aquella institución benéfico-social cuya finalidad era conceder préstamos sin interés a las clases más desfavorecidas. En su lugar, desde la pasada primavera, la marca más exclusiva de la cadena Marriott International acoge diariamente a cientos de turistas de alto standing que vienen buscando ese lujo discreto y hedonista que es el santo y seña de este concepto ideado por el legendario Ian Schrager, a la sazón impulsor de la discoteca neoyorquina Studio 54 y de hoteles icónicos como el Morgans de Manhattan, el Mondrian de Los Ángeles o el Delano de Miami.

El hotel cuenta con tres conceptos de bar y dos restaurantes

Han tenido que pasar seis años desde que la Fundación Montemadrid, propietaria del inmueble, vendiera su sede al grupo de inversión KKH Property Investors, que luego lo traspasó por 220 millones de euros a Archer Hotel Capital, co-participado por el fondo soberano de Singapur GIC y la gestora holandesa de pensiones APG. Añadan más de dos años de reformas con arquitectura minimalista a cargo del británico John Pawson y decoración firmada por el interiorista francés François Champsaur, para hacer realidad ese sueño de urban resort ideado por Schrager, en el que no hace falta salir a la calle al final de una extenuante jornada de visitas para pasarlo bien.

Desde el lobby hasta el penthouse, todo está pensado en The Madrid Edition para que el huésped disfrute al máximo su estancia sin necesidad de lanzarse a patrullar la ciudad. ¿Cócteles? ¿Gastronomía? ¿Música en vivo o de DJ? ¡Usted pida! El hotel cuenta con 200 habitaciones y suites, un spa, un gimnasio, una impresionante piscina infinity en la azotea, tres conceptos de bar y dos restaurantes –uno mexicano y otro peruano– dirigidos a distancia por sendos chefs de fama internacional como son Enrique Olvera y Diego Muñoz.

Se entra por la Plaza de las Descalzas Reales, atravesando el portón barroco, o bien por la Plaza de Celenque, casi enfrente de El Corte Inglés de Preciados, donde una escalera curva acabada de yeso –símbolo de la marca Edition– permite ascender a un lobby presidido por un gran tapiz de la Real Fábrica de Tapices, que más parece un bar que la recepción de un hotel, con su barra de coctelería, sus sillones de Jean Michel Frank y esa mesa de billar de Emmanuel Levet Stenne esculpida a partir de una pieza única de mármol blanco. De ahí se accede por un pasillo al restaurante mexicano Jerónimo o se puede subir en ascensor a la cuarta planta para disfrutar del peruano Oroya.

Oroya, que es el primero que visitamos, recuerda a un invernadero lleno de exóticas plantas trepadoras, lámparas de alabastro, ventanales con cristales de colores, maderas claras y una terraza con pérgola cubierta de vides y sillas de mimbre desde la que se ve todo el skyline del centro de Madrid. A Diego Muñoz, chef consultor que hoy tutela establecimientos en Lima, Nueva York y Turquía, le conocíamos del tiempo en que fue mano derecha de Gastón Acurio. Y aunque él no oficie aquí a diario, se nota su huella en esa oferta culinaria desenfadada, a base de cócteles y platillos para compartir, con raíz culinaria novo-andina, pero también china, nipona y hasta europea.

En Oroya se puede degustar una oferta culinaria a base de cócteles y platillos

El pisco sour de aperitivo resulta absolutamente canónigo; igual que el ceviche de corvina, ají limo, cebolla roja y leche de tigre. Le siguen unas originales ostras con dashi, umeboshi, chalaca encurtida y un uva de mar, así como un sabroso tartar de bonito con chacotas encurtidas, arroz salvaje, yema y shisho rojo. Buen comienzo.

Para entonces, las copas están vacías. ¿Carta de vinos? ¡Por supuesto! La selección vinícola resulta tan amplia como sorprendente, sin que falten botellas de pequeños productores de denominaciones no tan habituales en un hotel lujoso y cosmopolita. ¿Quién se ocupa de la bodega? Pues el sumiller Julio Barluenga, que estuvo primero en el elBulli, luego en el Astrid y Gastón de Lima -donde coincidió con Diego- y ahora regenta Vertical Wine Bar & Shop en Málaga. Elegimos un vino naranja del Penedès y atacamos ese bao con panceta laqueada, encurtidos y ensalada de hierbas, un sanguchito que nos recuerda al de David Chang en Momofoku.

Los calamares fritos estilo pucusana, con emulsión de lima y pescado, resultan por su parte algo pesados, debido a un rebozado no tan conseguido. En cambio, la coliflor en escabeche con boniato, cebollitas y mastuerzo es un plato tan penetrante y sorprendente que justifica la visita, quizá el más radical de una carta hecha con vocación de gustar a todo el mundo.

Para terminar, la lúcuma cubierta de chocolate y pistacho, aderezada con mora, vainilla y romero, es el broche dulce –pero no empalagoso– a un menú divertido y viajero, servido por un equipo de sala joven y muy eficaz. Y la sobremesa se completa con un trago llamado carajazo, a base de café espresso, Liqueur 43, pisco de mosto verde y tequila reposado, que es altamente adictivo.

En cuanto a Jerónimo, es un restaurante muy diferente a su vecino de inmueble, cuyo nombre rinde homenaje al pintor español Jerónimo Antonio Gil, fundador de la Academia de San Carlos en Ciudad de México. Situado en la planta baja y con acceso directo desde la calle, se trata de un comedor con dos alturas, sobriamente decorado, en un estilo que recuerda a la Zona Rosa del DF, con profusión de madera, sillas de cuero amarillo, alfombras carmesí y mesas de piedra blanca sin mantel.

El restaurante Jerónimo propone clásicos mexicanos elaborados con producto local

En ese ambiente elegante, pero relajado, con servicio ultra-profesional, Enrique Olvera y su socio Santiago Pérez proponen una carta de platos clásicos mexicanos elaborados con producto local, que hojeamos mientras entramos en ambiente con un Jerez Margarita, un simpático trago donde el tequila viene mezclado con manzanilla de Sanlúcar, vermut, curaçao seco y lima.

El guacamole es una entrada imprescindible y aquí no podía fallar. A mí me gustan generalmente más sabrosones; pero el de Jerónimo es delicado, primando la calidad del aguacate, servido en trozos grandes y apenas aderezado con albahaca y estragón, así como de unas tortillas absolutamente espléndidas.

Las mismas tortillas -me comería un kilo- nos acompañarán con un alegre ceviche de pez limón con tomate, aceitunas, aguacate y chile serrano y luego con un aguachile de camarón con pepino, aguacate, lima y chile chiltepín. Dos entrantes refrescantes y gustosos, pero no demasiado picantes, que dejan el paladar preparado para bocados más suculentos.

Llegado el turno de la carta de vinos, descubrimos que comparte algunas (buenas) referencias con la de Oroya, pero es más amplia y no faltan etiquetas de prestigio para satisfacer a clientes caprichosos; igual que la apabullante selección de tequilas y mezcales no tiene nada que envidiar a la de las mejores coctelerías del otro lado del Atlántico.

El plato estrella de nuestro menú –y seguramente del restaurante– fue la cochinita pibil, una receta clásica de la península de Yucatán que, en su traslación a Madrid, se prepara con varios cortes de cerdo ibérico y viene acompañada de unos tacos artesanos impecables y tres salsas para que el comensal escoja el nivel de acidez y picante que más le conviene. ¡Bravo!

Entre los postres, destaca ese merengue de rompope, que es un clásico de la cocina de Olvera: un trampantojo con apariencia de huevo frito donde la clara es en realidad un merengue con Ron Diplomático, mientras que la yema es una crema de vainilla y melocotón. Una fiesta sápida, si se riega además con algún que otro mezcal.

Para una próxima visita matutina, me he apuntado ya algunas propuestas de la carta de desayunos, desde los huevos rancheros con frijoles negros y salsa roja hasta los chilaquiles o las enchiladas…

Fuente: https://www.lavanguardia.com/


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