La ciencia de la sopa: los secretos de un plato universal

Lo primero que tenemos que saber es que no es lo mismo caldo que sopa. La diferencia es muy simple: un caldo es, por ejemplo, un consomé, que lo obtienes al hervir algún alimento. La sopa, además, contiene ingredientes sólidos, como los fideos, y suele ser más espesa y sustanciosa.

La palabra “sopa” proviene de la palabra latina “suppa”, y se refería al pan empapado en caldo. Pero su origen es mucho más antiguo. En la Cueva de Xianrendong, en la provincia de Jiangxi (China), se descubrió una cerámica que mostraba marcas de quemaduras, lo que ha hecho pensar a los arqueólogos que allí se cocinó una sopa de algún tipo. Ahora bien, es posible que esta no sea la primera sopa de la historia: es posible que nuestros antepasados hicieran sopa cavando un hoyo, forrándolo con piel o tripa de animal, y rellenando este peculiar recipiente con agua al que arrojaran algunas rocas calientes. Esta técnica para calentar el agua ya era conocida por los neandertales y se cree que hervir agua seguía al asado y precedía al horneado.

Sopas frías

Tuvimos que esperar a la llegada del Imperio Romano para que se produjera una pequeña revolución en la elaboración de la sopa: inventaron la sopa fría, el gazpacho, del que existen numerosas variantes. Ya en el siglo I a. C. Virgilio en su Égloga II habla de él al describir el sustento de los fatigados segadores. En la actualidad, y con la cocina mediterránea en pleno auge, el gazpacho ha pasado de ser alimento de pobres a servirse en los mejores restaurantes.

Claro que semejante buena prensa no la tenía tiempo atrás. Cervantes, en su inmortal Quijote, pone en boca de Sancho: “Más quiero hartarme de gazpacho que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente”. Tendríamos que esperar a finales del siglo XIX para que el menosprecio por esta sopa fría se convirtiera en alabanza: “Ningún restaurante… podía ofrecernos manjar más suculento que los gazpacho montaraces y aun los caseros”, escribió Azorín. Y, como dijo Gregorio Marañón, junto con el vino y un buen trozo de carne, el gazpacho “podría considerarse como alimento muy próximo a la perfección”.

En el año 476 d.C., con la caída del Imperio Romano de Occidente, la sopa sobrevivió en el Imperio Bizantino. Pero con la caída de Constantinopla ante los turcos otomanos en 1454, las recetas de sopa de Asia Central comenzaron a unirse en un peculiar sincretismo con la sopa europea. Así, los turcos usaban muchas verduras y no limitaban el consumo de sopa a una hora del día o a un plato específico durante una comida.

Elaborar un buen plato de sopa

La base de una buena sopa es crucial. En la mayoría de las recetas, se utiliza un caldo o fondo como base. Los sabores se liberan de los ingredientes sólidos y se disuelven en el líquido a través de procesos de difusión, y a medida que la sopa hierve, los sabores se mezclan y se concentran, formando un caldo con un sabor delicioso -salvo para Mafalda, que sabemos que odiaba la sopa-.

Es obvio que la elección de los ingredientes de la base es determinante. No es lo mismo una sopa de carne, que de pollo o verduras. Por ejemplo, la clásica sopa de cebolla francesa debe su sabor a la cocción lenta y al uso de caldo de ternera en su base.

La textura es otra característica que se puede controlar, gracias al uso de las patatas, que liberan almidón -no debemos cortar por completo la patata, sino que hay que dejar un pequeño trozo sin cortar y luego partirlo con las manos- o el arroz, que actúa como espesante.

¡La sopa está ardiendo!

Así que ya tenemos nuestro estupendo planto de sopa delante de nosotros. Metemos la cuchara y… ¡demonios! ¡Está muy caliente! Este es uno de los grandes misterios de la gastronomía: siempre que nos sirven un plato de sopa, está caliente.

El problema es bien simple. Por un lado tenemos el plato de agua líquida, encima está el aire y el vapor humeante que sale del plato. Está claro que este vapor no es más que agua en estado gaseoso. ¿Cómo es que se escapan del plato? Para entenderlo debemos recurrir a algo que ya dijo hace más de dos mil años un griego llamado Demócrito: el universo no es otra cosa que átomos y vacío, y todo se explica mediante el movimiento incesante de esos átomos por el vacío. Y es que todo está en constante movimiento. Es más, lo que nosotros llamamos temperatura no es otra cosa que una medida de la agitación de las moléculas que componen la sopa. Cuanto más caliente esté, más rápidamente se mueven. Y claro, aquellas que se mueven cerca de la superficie pueden llegar a adquirir la velocidad suficiente para escapar de las débiles fuerzas intermoleculares que las mantienen ligadas al líquido elemento. Así el vapor, caliente y más ligero que el aire, se eleva como si fuera un globo aerostático.

Ahora bien. No todas tienen la velocidad necesaria para escapar y algunas de las que lo consiguen, chocan contra las moléculas del aire que están encima de la sopa y vuelven al plato.

Mientras, en el aire, las moléculas de oxígeno y nitrógeno también se mueven y chocan violentamente contra las moléculas de la sopa que están en la superficie. De este modo, y tras innumerables choques, se establece un equilibrio entre la sopa y el aire que se encuentra justamente encima. En consecuencia, el aire acaba teniendo la misma temperatura que la sopa.

Hete ahí que queremos llevarnos a la boca una cucharada de esa rica sopa de cocido. Y soplamos. Al hacerlo sustituimos el aire que está en contacto con ella y que se encuentra cargado de moléculas de agua evaporadas, y en su lugar colocamos aire seco. De este modo las moléculas de agua evaporada no pueden regresar al plato con lo que rompemos el equilibrio y forzamos que se evapore más sopa. Como precisamente las que se evaporan son las que más energía transportan, el resultado es que van quedando en la sopa las que menos energía tienen. Y, obviamente, la sopa se enfría.

Fuente: https://www.muyinteresante.es/


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