¿Es el proteccionismo comercial la mejor respuesta a la guerra?

El año que acabamos de dejar atrás pasará a la historia con el dudoso honor de traer la guerra de vuelta a Europa. La invasión rusa de Ucrania ha vuelto a convertir el Viejo Continente en un campo de batalla que sacude el tablero geoestratégico mundial.

Más allá de la sobrecogedora tragedia humana, las consecuencias en una economía cada vez más globalizada e interdependiente nos abocan a un escenario de inestabilidad internacional de un alcance todavía impredecible.

Rusia y Ucrania, las dos naciones que dirimen sus diferencias en el campo de batalla, tienen un transcendental peso en el comercio exterior, especialmente europeo. La primera como proveedora gasística y la segunda como suministradora de cereales, hasta el punto de ser considerada el granero de Europa. Las consecuencias inmediatas de su enfrentamiento han sido la crisis energética, derivada de la dependencia europea del gas ruso, y un alza de la inflación que ha disparado los precios y ha puesto en riesgo a millones de hogares. Dos enfermedades que amenazan con hacerse crónicas.

El conflicto armado también ha minado considerablemente la confianza entre los países. Una confianza que es la base del comercio internacional. En medio de ese clima de recelo, los diferentes Gobiernos europeos se han dejado arrastrar por la preocupante deriva proteccionista mundial, que está deteriorando las relaciones comerciales entre los países.

La invasión de Ucrania y las sanciones con que Occidente ha castigado la acometida rusa han provocado un aluvión de barreras comerciales que tensan aún más unas cadenas de suministro ya muy castigadas por la pandemia. La preocupación ante un posible desabastecimiento de productos básicos ha desembocado en el cierre de muchos mercados y ha generado una fuerte restricción no solo de alimentos, sino también de fertilizantes, lo que a la postre encarece el coste de la producción agrícola.

Los Gobiernos imponen medidas bienintencionadas que persiguen impedir el desabastecimiento de productos de primera necesidad entre sus gobernados, aunque desdeñan los efectos perniciosos que esas políticas llevan aparejados. El freno a las exportaciones implica una subida de precios del grano, aceite o carne, que se convierten en productos cada vez más costosos de conseguir, en especial para los sectores más vulnerables.

Ante esta coyuntura, surgen voces que apuestan por buscar vías seguras de suministro para materias básicas en Estados amigos, mientras otras opiniones abogan por cortar las exportaciones o, incluso, repatriar fábricas en el extranjero.

Las instancias internacionales como la Organización Mundial del Comercio o la Unión Europea han alzado sus voces contra estas políticas, que ya demostraron su ineficacia durante la pasada crisis financiera, con efectos desastrosos. Esa tendencia aislacionista tampoco es compartida por una amplia mayoría de los ciudadanos europeos. La percepción que tienen los habitantes del Viejo Continente sobre el comercio internacional así lo demuestra. Según nuestras investigaciones internas, nueve de cada diez ciudadanos europeos consultados afirman que el comercio con otros países es algo positivo. En esa línea, más del 80% de los europeos piensa que los consumidores se benefician de precios más atractivos gracias al comercio internacional.

Es notorio que los nuevos tiempos también reclaman una evolución en el paradigma actual del comercio internacional. En ese sentido, más del 80% de los europeos demanda una menor interdependencia y afirma que su país esta demasiado a expensas del exterior para conseguir materias primas, energía y bienes esenciales. Un comercio más justo es otra de las reivindicaciones que se abre paso en las respuestas de los consultados. Cerca del 70% considera que el comercio beneficia a los más ricos de su país en detrimento de los menos favorecidos.

Pese a esa imprescindible adaptación a un mundo en constante evolución, el comercio internacional se erige como un modelo de relación entre las naciones opuesto a la sinrazón de la violencia. Desde la Antigüedad, el intercambio de materias primas y productos entre los pueblos ha tejido lazos de amistad que han perdurado a través de los siglos. Gracias a la necesidad de adquirir bienes de los que se carecía, el mundo se ha ensanchado, lo que favorece el descubrimiento de nuevos valores y culturas que han contribuido a fomentar un clima de tolerancia y entendimiento que rebasa fronteras físicas y mentales.

Marco Polo llegó al otro extremo del mundo en pos de las especias orientales y se trajo como botín la riqueza cultural de una civilización milenaria hasta entonces desconocida por el europeo medio. El comercio de especias fue también el estímulo que impulsó a Cristóbal Colón a descubrir un nuevo continente en su afán de arribar a las Indias. El intercambio cultural que permitió el encuentro de ambos mundos dio lugar, entre otros frutos, al derecho de gentes, germen del derecho internacional como vía para resolver conflictos entre pueblos de diferentes países.

El valor del comercio como agente de la paz ya fue teorizado por los filósofos de la Ilustración, como Montesquieu. Más recientemente, los padres de Europa construyeron la Europa de la paz. Y lo hicieron siguiendo los principios en los que se fundamenta el comercio internacional.

Esos mismos principios son los que rigen la actividad comercial de miles de empresas que comercian y realizan pagos a escala internacional, que superan barreras geográficas, políticas y culturales. Al construir puentes que salvan las diferencias y unen los valores compartidos, estas compañías importadoras o exportadoras son también agentes de paz que fomentan con su labor cotidiana un mundo más tolerante, humano y seguro.

Fuente: https://cincodias.elpais.com/


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