El turismo fue un gran invento para los romanos

¿Cómo eran las vacaciones favoritas de los romanos? ¿Qué les atraía? En Hotel Roma (Confluencias), Fernando Lillo, doctor en Filología Clásica y catedrático de Latín, responde a estas preguntas y describe los circuitos turísticos por Grecia y los viajes exóticos alrededor de Egipto, “lo más parecido que había entonces a lo que hoy sería Bali o Tailandia”, señala.

Según Lillo, los romanos eran muy aficionados a escribir grafitis en los lugares que frecuentaban. Por ejemplo, un visitante procedente del lejano Ponto Euxinus (mar Negro), acudió a la tumba de uno de los colosos de Memnón, en Egipto, y creó una palabra nueva: “Yo, Hermógenes de Amasa, habiendo visto las demás galerías, me admiré, pero al explorar esta de Memnón, me ‘superadmiré’”. Todavía hoy se conservan miles de grafitis “turísticos” en Egipto, Pompeya, Esparta o Roma.

Los cerca de 80.000 kilómetros de calzadas que había hacia el año 117 de nuestra era, cuando los romanos llegaron a su punto máximo de expansión geográfica, “motivaron que casi todo el mundo viajara de un lado a otro del imperio”, desvela Jerry Toner, especialista en la Antigüedad clásica, en Guía de viaje por el Imperio romano (Crítica).

Relax en la pax

Por si fuera poco, los romanos llegaron a tener hasta 177 días festivos al año y se vieron beneficiados por la pax romana, un período de relativa tranquilidad en las dos orillas de Mediterráneo que se prolongó desde el reinado de Augusto (27 a. C.-14 d. C.) hasta el de Marco Aurelio (161-180 d. C.) En total, 207 años en los que se pudo viajar por el mundo conocido con una tranquilidad nunca antes vista.

Cuando apretaba el calor, los romanos pudientes buscaban los placeres de sus villas de recreo. Por regla general, los más acaudalados mantenían, al menos, dos segundas residencias: una en la costa y otra en la montaña, aunque Cicerón poseía hasta diez, tanto en el interior (Túsculo, Alba, Frosinone y Apino), como en la costa (Ancio, Astura, Formia, Cumas, Puteoli y Pompeya).

Algunas casas de veraneo alojaban estanques donde se criaban rodaballos o morenas, listas para ser servidas en lujosos comedores. Las villas más opulentas tenían comedores de verano e invierno, con vistas al mar o a la montaña, recintos para jugar a pelota en grupo, suntuosas zonas termales privadas y para visitantes y zonas para el retiro intelectual.

Era bastante común que sus dueños, indica Lillo, invitaran a los vecinos de otras villas cercanas para cultivar sus relaciones sociales. Además, si el lugar estaba suficientemente apartado, el patriarca podía vestir de manera informal, sin la preceptiva e incomodísima toga.

La Ibiza de Tiberio

La cueva de Sperlonga era el lugar idóneo para pasar los veranos del siglo I d. C., si se tenía la suerte de ser invitado por el emperador Tiberio. Situada a 120 km de Roma, la villa era conocida por su cueva marina (spelunca), inspirada en la figura de Odiseo. Los más privilegiados se recostaban en un triclinio (un diván de tres plazas que los romanos utilizaban para comer reclinados), situado frente a la gruta. Por todas partes se veían estatuas de mármol, algunas de las cuales emergían del mar.

Salvando las distancias, la cueva de Sperlonga y, sobre todo, las doce villas que poseía Tiberio en la isla de Capri, eran lo más parecido a la actual Ibiza, al menos si hacemos caso a los chismes que propagaron Suetonio y Tácito sobre los “placeres monstruosos” que cobijaban…

Otro lugar muy popular de la costa de Campania era Bayas (actualmente, una ciudad sumergida). Sus aguas minerales eran muy famosas por sus presuntas propiedades celestiales, así como por sus tentaciones terrenales. El poeta Marcial dejó escrita la historia de una mujer romana, llamada Levina, que llegó a Bayas como una fiel Penélope, pero que, tras bañarse allí, se enamoró de un joven y abandonó a su esposo, dejando el lugar como una Helena, uno de los arquetipos de la infidelidad.

Tráfico rodado

Pero… ¿cómo se desplazaban los romanos? En Viajes por el antiguo Imperio romano (Nowtilus), el historiador Jorge García Sánchez explica que los plebeyos debían contentarse con cubrir largas distancias a pie, sobre asnos y mulas, o en un hueco de carretas traqueteantes repletas de hortalizas.

En la práctica, había un carruaje para cada tipo de persona y viaje. Si los trayectos eran largos, se utilizaba un carro de dos ruedas tirado por dos mulas, llamado carpentum. Existía también un equivalente de la diligencia y los coches de postas para viajes en grupo de larga duración: la raeda. Se trataba de un carro de cuatro ruedas tirado por dos o cuatro caballos, con varias filas de bancos para los pasajeros y la protección de una capota.

Por su parte, la carruca también tenía cuatro ruedas, pero era más elegante, hasta el extremo de convertirse en el todoterreno de gama alta de las vías romanas. Algunas se adornaban con columnillas, cortinas de seda y cojines, además de disponer de correajes de cuero a modo de amortiguadores. Finalmente, estaba la carruca dormitoria, para viajar bajo la luz de la luna.

La plasmación del mito

Viajaran por tierra o por mar, los romanos se las arreglaban, apunta Lillo en Hotel Roma, para conocer Sicilia y los escenarios míticos relacionados con los viajes de Hércules. Una vez allí, algunos subían al Etna o visitaban la Oreja de Dionisio de Siracusa. Corría la leyenda de que el tirano Dionisio había introducido en esa cavidad con forma de pabellón auditivo a los prisioneros de la guerra del Peloponeso para espiar sus conversaciones, aprovechando su acústica.

Otra alternativa era hacer un circuito por la Grecia continental. “Realizar un grand tour por los lugares emblemáticos de Grecia representaba una especie de apropiación visual de las conquistas de Roma”, escribe Toner. Muchos aristócratas romanos enviaban a sus hijos a Atenas a pulir sus habilidades oratorias y a que aprendieran griego, como los jóvenes que actualmente se mueven en los programas Erasmus.

Los romanos también eran muy aficionados a los balnearios (con sus salas para baños de lodo, sudatorios y duchas), así como a los santuarios dedicados a Asclepio, el dios de la medicina. Los principales estaban en Epidauro, Grecia, pero también los había en Pérgamo, la isla de Cos y en la isla Tiberina.

Otro aliciente era visitar las siete maravillas del mundo: las pirámides de Egipto, el templo de Artemisa en Éfeso, el coloso de Rodas… La proliferación de listas que las enumeraban “puede considerarse un indicador del crecimiento del turismo antiguo”, sugiere Toner.

Entre ríos y batallas

La élite romana gozaba, asimismo, con los tesoros naturales: en la espesura de los bosques, el interior de las grutas y el discurrir de las aguas en ríos y fuentes, los romanos percibían una divinidad latente.

El río Timavo, que discurría 7 km al aire libre, desaparecía luego bajo tierra 40 km y volver a resurgir cerca del mar, les seducía, así como el lago Averno, considerado la puerta de entrada al mundo subterráneo. Todavía en el siglo IV d. C. la nobleza romana paseaba en barcas de colores desde ese lago a Pozzuoli, imitando la aventura de Jasón y los argonautas en busca del vellocino de oro.

Otra modalidad turística consistía en desplazarse hasta los escenarios de batallas famosas (Maratón, Termópilas, etc.) o visitar reliquias de personajes mitológicos (el sepulcro de Edipo en Atenas, la sandalia de Perseo, de casi un metro, que se exhibía en un templo de Egipto, la coraza de Ulises del templo de Apolo, en Sición…).

Pero disfrutaban todavía más con los festivales atléticos. Desde Atenas hasta Olimpia (sede de los juegos más prestigiosos) había cinco jornadas de camino por tierra, mientras que la distancia por mar desde el sur de Italia era de seis días de navegación. El viaje no estaba exento de peligros, puesto que, aunque se decretaba la llamada “tregua olímpica”, el “turista deportivo” podía ser víctima de ataques de piratas o de salteadores de caminos, según Lillo.

Una vez en Olimpia, el problema era alojarse, teniendo en cuenta que podían aglomerarse entre cuarenta mil y cincuenta mil personas. El público en general se hospedaba en campamentos de tiendas, en cierto modo similares a los de los actuales conciertos de verano de música moderna. Ahora bien, las había privadas y también compartidas con compañeros desconocidos (Platón se solía alojar en estas).

En definitiva, a orillas del Tíber surgió una costumbre que hoy día recibe el nombre de turismo, tal vez porque, etimológicamente, el término deriva del latín tornus, que significa “vuelta” o, lo que es lo mismo, viajar con el objetivo de regresar.

Fuente: https://www.lavanguardia.com/


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