Cómo era en la vida real el giganotosaurio

Del mayor predador del Cretácico Superior se tienen pocas certezas. Sus dientes eran grandes, afilados y curvos como espadas turcas. Sus 13 metros de largo y sus siete toneladas se desplazaban con aplomo —a no más de 40 kilómetros por hora— por Sudamérica hace más de 97 millones de años. Así era el Giganotosaurus carolinii, el mayor carnívoro conocido hasta ahora y el nuevo villano de Jurassic World: Dominion, la última película de la saga de Parque Jurásico, que se acaba de estrenar en España.

En esta especie, la historia fantástica y la real están enlazadas. Para la humanidad, nacieron juntas. Los fósiles fueron hallados en 1993 en la provincia patagónica de Neuquén (Argentina), el mismo año en el que se estrenó el éxito cinematográfico de Steven Spielberg. Los descubrió un mecánico aficionado a la paleontología, a quien se debe el apellido del dinosaurio: Rubén Carolini. A sus 78 años y con problemas de salud, celebra desde Neuquén la fama internacional de su hijo. “Es algo que no se puede explicar. Me siento feliz, es algo muy importante a nivel científico y único en el mundo”, admite, aunque lamenta que no se trate de una producción fílmica argentina. Es que su otra pasión es el cine, de modo que es un deseo pendiente participar activamente en un proyecto semejante. “Estamos a tiempo todavía”, señala con esperanza.

La suerte de esta especie es también la del pueblo. La villa en la que se halló estaba atravesando una emigración a causa de la privatización de la hidroeléctrica estatal, principal fuente de trabajo de los habitantes en la década de los noventa. El hallazgo del Giganotosaurus carolinii trajo el impulso turístico y científico necesario para la reconversión y frenó el éxodo. El villano de la película es el héroe del pueblo.

“Es más grande, ¿por qué siempre tienen que ser más grandes?”, se pregunta 29 años después en la película el locuaz personaje del doctor Ian Malcom al ver por primera vez al Giganotosaurus carolinii. En realidad, no era mucho más grande que el Tyrannosaurus rex, el anterior gran villano. El fémur del patagónico es apenas dos centímetros más largo que el del norteamericano. En lo que sí tienen diferencias notables es en la dentadura. Uno de los paleontólogos que lo describió en 1995 en Nature, Leonardo Salgado, recuerda el impacto que le produjo comparar por primera vez y en directo ambas especies. “En 1994 fuimos con el hallazgo a un congreso internacional en Estados Unidos y cuando vimos el cráneo original del Tyrannosaurus rex quedamos impresionados por los dientes, por su robustez. Parecían plátanos. Muy diferentes a los del Giganotosaurus carolinii, que son muy largos, con una leve curvatura y bastante planos. A mí me llamó mucho la atención la robustez y el tamaño”. Salgado es investigador en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina y trabaja en la Universidad de Río Negro, desde donde arroja luz sobre las escenas imposibles de la ficción.

La pelea entre el T-Rex y el giganotosaurio que aparece en la recreación del Cretácico del prólogo es científicamente inimaginable. No compartieron geografía ni época. El primero vivió hace 70 millones de años en el norte de América y el segundo hace 100 millones en el sur del continente. “Tienen 30 millones de años de diferencia. Nunca pudieron haberse encontrado”, sentencia Salgado. Tampoco un mosquito habría picado luego al T-Rex que fallece tras ese enfrentamiento. El investigador de Conicet Rodolfo Coria, primer autor del artículo junto a Salgado, asegura que es raro que los mosquitos parasiten animales de sangre fría, como podrían haber sido los dinosaurios. “La sangre que chupa el mosquito al picar no es para alimentarse, sino para calentarse e incubar sus huevos. Por eso pica la hembra. Esa sangre sufre modificaciones en el cuerpo del mosquito que impedirían que se conservara el cromosoma necesario para clonar. Así que ya la idea de clonar a partir de la sangre chupada por un mosquito, hace agua. Es un error biológico”. Sugiere, en cambio, una narrativa más verosímil. “Hubiera sido más fácil usar proyectos actuales basados en materia orgánica no fosilizada, como los de Montana, Estados Unidos, donde hay células de colágeno preservadas en tiranosaurios”.

Casi todo lo que se sabe del Giganotosaurus carolinii se conoce por su holotipo, el primer ejemplar hallado, con base en el que se determina la especie. A excepción de un fragmento de la mandíbula inferior hallada en la misma zona, no hay más. Así que muchas de las conclusiones se completan con los estudios de otras especies de la misma familia: la de los carcarodontosáuridos. El paleontólogo del Conicet Juan Canale es experto en ella y trabaja precisamente en el museo Ernesto Bachmann, en Villa El Chocón (Neuquén), donde está exhibido el holotipo del giganotosaurio. Para él, la estética general que luce el animal en la película es aceptable. “Las cejas, las protuberancias por encima de los ojos tienen un correlato con los huesos. En general, todos los carcarodontosáuridos tienen huesos faciales bastante ornamentados con crestas, surcos y protuberancias. Lo que hace pensar que el cuero habría estado bastante pegado a los huesos en esa zona. Sin embargo, la cresta no se encontró. Es una licencia artística”.

La exageración de los rasgos en el largometraje permite distinguir a simple vista al giganotosaurio del T-Rex, dos terópodos de familias distintas. Las dentaduras, en cambio, se muestran prácticamente idénticas a pesar de que es en lo que más se diferencian. “Los dientes del giganotosaurus son más parecidos a cuchillos y los del tiranosaurio a plátanos”, explica Coria. Unos eran perfectos para cortar. Los otros, para moler. Coria los compara con cimitarras, unos sables tradicionales de Medio Oriente, “como el de Simbad el Marino”, según Salgado. Para él, “lo más llamativo del giganoto, como arsenal, son sus dientes. Muy comprimidos lateromedialmente y muy afilados. Ciertamente, son cuchillos muy filosos”. Y largos. De unos 20 centímetros, aunque una parte estaba inserta en la mandíbula. “Son piezas adaptadas para cortar carne y eventualmente matar, pero no para romper huesos, como podría ser el caso del T-Rex que podría haber quebrado uno de un mordisco”, asegura.

Además de la geografía y la edad geológica, el enfrentamiento contiene otra falacia. Uno de los científicos de la película al presenciar el último duelo bestial hace una afirmación dudosa: “Pon a dos depredadores juntos y al cabo de un tiempo quedará solo uno”. No hay evidencias científicas de disputas territoriales entre dinosaurios. A Salgado no le cuadra. “Lo que no me cierra de la película es que peleen dos carnívoros entre sí, sin ningún motivo aparente”. Sobre todo, porque no habría tenido con quién luchar. “En su época, el T-Rex no tenía quien le hiciera sombra”, asegura Salgado. Está claro que la conducta asesina es pura imaginación. “Ningún animal mata todo el tiempo. Los predadores cazan cuando tienen que cazar. Si se les cruza un animal en un momento en el que no tienen necesidad de cazar, no lo cazan”, aclara el paleontólogo rionegrino. Para él, es importante abordar ese enfoque en la educación zoológica. “En la niñez todavía está esa idea de que los que comen carne son los malos y los que comen plantas son los buenos. Son todos igualmente buenos y malos. No son atributos que uno pueda endilgarles. Las disputas territoriales entre animales —a diferencia de las humanas— no suelen terminan en muerte. “Pierden por puntos”, bromea Salgado. “Porque si no, no sobreviviría nadie. Tal vez si se hubieran sentido amenazados, sí, pero no por el fin de matar. Entendemos perfectamente que es una película y que el bicho tiene que dar miedo, pero eso no significa que haya sido así”.

Tampoco habría sido así el hábitat de los carnívoros gigantes. Desplazarse en una selva tupida habría sido muy inconveniente. El giganotosaurio, al menos, vivía en una especie de sabana, con bosques en galería sobre ríos y estaciones muy contrastadas entre sequías y lluvias intensas. Es que entre los pesados pasos y la vegetación como obstáculo a derribar, hubiese sido imposible pasar inadvertidos al momento de cazar o alcanzar presas más pequeñas y veloces. Los investigadores creen que ninguno era exclusivamente cazador, sino que alternaban con la carroña de acuerdo a la disponibilidad del alimento.

Con un 70% del total de un ejemplar y apenas un pedazo de otro, el giganotosaurio es todavía un enigma.

“Para nosotros está buenísimo que hayan metido bichos nuestros. Demuestra el interés que producen los hallazgos de esta zona, pero tiene que venir más gente, más investigadores y que aparezcan más restos completos o que se preserven partes nuevas para saber más”, anhela Salgado.

La inclusión de esta especie en uno de los mayores éxitos de Hollywood puede ser una nueva oportunidad, como ocurrió en 1993, cuando todo comenzó.

Fuente: https://elpais.com/


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